"El simbolismo del Teatro", es el título de una conferencia organizada por el Centro de Estudios Simbólicos de Zaragoza, que tuvo lugar el 2 de marzo del 2009, formando parte de la actividades que realiza este centro, cuya información se encuntra en su página web, a la que se puede acceder a través del siguiente enlace . Igualmente aprovechar para agradecer al CES de Zaragoza su colaboración al permitirnos publicarla en la revista.
La conferencia estuvo a cargo de Carlos Alcolea, antes de su intervención y como presentación del acto tomo la palabra Pedro Abío quien expreso sintéticamente algunas de la ideas esenciales que más tarde el ponente desarrollaría, y el ámbito al que este trabajo corresponde. Reproducimos aquí estas palabras como introducción al texto de la conferencia.
NTRODUCCIÓN
"Tengo el placer de presentarles la conferencia que lleva por título “El Simbolismo del Teatro”, y que desarrollará Carlos Alcolea, miembro del Centro de Estudios de Simbología de Zaragoza, así como codirector de la última obra representada por la Colegiata Marsilio Ficino, entidad nacida bajo el amparo de Federico González, que es a su vez fundador de la revista Symbolos, y de los Centros de Simbología de Barcelona y Zaragoza, así como director de varias páginas de internet vinculadas a Symbolos.
La citada Colegiata Marsilio Ficino está constituida por los integrantes de estos Centros de Estudios, y en ella el teatro se vive como un soporte, un medio, gracias al cual se recrea la Filosofía Perenne, pues se trabaja con una literatura de naturaleza mágica teúrgica, hermética y simbólica que poco a poco se efectiviza en sus integrantes, puesto que es un teatro de actores y para actores, tal como lo que es un rito, dirigido fundamentalmente para aquellos que lo ejercitan, y donde sólo secundariamente y en la medida en que se abandonan y lo siguen es válido para aquellos que lo observan desde lejos.
Podríamos decir por tanto que lo que se hace en la Colegiata es un rito mediante el cual se pretende recuperar, reconocer el verdadero Teatro de la Memoria, de carácter esotérico, puesto que sus esfuerzos se dirigen siempre hacia el interior de uno mismo, siendo por tanto una vía mediante la que se pretende vivificar la Realidad del Ser en su estado más sublime. El Teatro de la Memoria no pretende desarrollar la facultad de recordar acontecimientos más o menos remotos, sino que es verdaderamente original, al vincularnos con nuestro origen atemporal, lo que nos devuelve la conciencia de aquello que somos en realidad. Además si el teatro es en sí una construcción, por ello mismo es también uno de los símbolos más claros de la manifestación universal, y trabajar con este soporte es análogo por tanto al trabajo alquímico que sus integrantes pretenden desarrollar.
Subrayar que en su apenas año y medio de existencia la Colegiata ha representado en diversos teatros de Barcelona las obras de Federico González “Noche de Brujas” y “En el Útero del Cosmos, comedia hiperrealista de alcance subliminal”, de las que además han grabado sendas películas que ahora se pueden visionar en formato dvd.
Y ya sin más preámbulos os damos las gracias por vuestra asistencia a la presente conferencia donde Carlos Alcolea nos ilustrará acerca del Simbolismo del Teatro. "
CONFERENCIA
Se dice que el símbolo vela y revela a la vez, pues es la expresión de una idea arquetípica cuyo diseño sensible participa de su causa creadora. Es decir, que se trata de un reflejo original de ciertas energías o influencias celestes que se manifiestan en algo concreto con la posibilidad de revelar a través de su propio entramado aquello que ello mismo representa en esencia. Con arreglo a esto, el hombre, como imagen simbólica que es, tiene la posibilidad de conocer su verdadero origen gracias a la vivencia que la idea promueve. Vemos entonces que lo divino, lo sutil, inherente al ser humano y todo lo manifestado, se halla en el propio tejido vital, cuya trama se recrea en un continuo indefinido, y así la divinidad, encarnada, tiene la posibilidad de conocerse a sí misma a través del concurso del hombre. Ciertamente el conocimiento es uno solo, pues se refiere al Ser Único como causa de todas las cosas. Pero existen tantas vías como seres humanos sobre la tierra y cada cual recorre su propio camino dependiendo de sus características individuales, directamente relacionadas con las circunstancias históricas y geográficas de esa persona. La Tradición Primordial, Una y Unánime, ha tomado diversas formas a lo largo del tiempo, adaptándose al devenir siempre cambiante de cada época. Es así como la cadena de conocimiento ha podido ser transmitida desde sus orígenes hasta nuestros días, a través de las distintas tradiciones, que como ramas del mismo tronco confluyen a un mismo fin: la realización espiritual. Cada cultura o civilización tiene o ha tenido su razón de ser en esta cadena, la que sienta las bases de un desarrollo permanentemente ligado a la sabiduría, que se hace patente en una u otra forma tradicional, a la que se adhiere el hombre que al mismo tiempo la conforma. A pesar de la actual degradación, cada vez más acentuada, en occidente todavía existen modelos adecuados a esta o aquélla individualidad que son un verdadero soporte en una vía ya de por sí difícil; que exige un sacrificio, (palabra que proviene del latín “sacrum facere”, que significa “hacer sagrado”). Se trata de una enseñanza sapiencial, en la que se incluye la iniciación en los misterios, a través de la cual el neófito recibe una influencia espiritual en principio de carácter virtual, pero con posibilidad de hacerla efectiva, en la medida en que éste se vuelque en un trabajo interior, que de modo gradual, le irá llevando escalonadamente por los planos cada vez más sutiles del Ser. Esta iniciación de la que hablamos, ha sido practicada por las diferentes culturas de todos los tiempos, y como decimos, es el fundamento de una enseñanza que se experimenta como un hecho significativo, ya que señala el tránsito de un estado inferior del ser a otro superior. Por todo ello, se considera que el rito de la iniciación es sagrado, apto para situar al profano en una posición menos estructurada y más amplia, menos delimitada por la razón. Es decir, que lo deja en una situación de desnudez desde el punto de vista de lo mental. Abierto y receptivo a lo divino, al espíritu, que por su Gracia y de una manera ordenada, situará aquéllos aspectos psicológicos, en el lugar que le corresponden con arreglo a los principios de la armonía universal. En este sentido se podría decir que el rito es como un viaje de descenso a los infiernos, necesario en la medida en que el ser individual debe experimentar todas sus posibilidades inferiores hasta agotarlas. Osea, que ha de realizar un recorrido hasta las profundidades de sí mismo, para encontrarse con aquéllas formaciones fantasmagóricas que se manifiestan como egos, fobias y manías, a los que no puede someter si antes no los enfrenta, ayudado eso sí, por las potencias celestes, que son aquéllas energías inherentes al Conocimiento que promueve la tradición sagrada. Sin la ayuda de estas Ideas-Fuerza el aspirante por sí solo, no podría realizarse a través de un viaje jalonado por múltiples dificultades que deben ser superadas. No en vano se dice que salir victorioso del reino de los muertos es tarea de Héroes, pues en este recorrido el individuo ha de dejar todas sus pertenencias, osea todo lo que él creía ser desde un punto de vista individual, para renacer a un estado de plenitud, sin ataduras mentales. Esto y no otra cosa es lo que expresan los mitos, que se han ido transmitiendo primero de forma oral y más tarde a través del libro. La memoria de la Ciencia Sagrada continúa viva en aquéllos corazones que perciben la influencia y el alcance de lo divino, sin cuya conexión no existiría el mundo conocido, pues como hemos dicho, lo manifestado tiene su razón de ser en el Principio original. Es por ello que los antiguos sabios y aún los de nuestros días, dan especial importancia a la transmisión iniciática, el rito sagrado actualizador de Energías vivificantes, como forma de restaurar esa memoria perdida que evoca espacios interiores cada vez más sutiles, para que el aprendiz pueda reconocerlos como aquéllos que desde siempre conforman su verdadero Ser.
A este respecto, es interesante ver que para las diferentes culturas tradicionales de todo tiempo y lugar, el rito (el símbolo en movimiento), ha sido y es una cuestión eminentemente sagrada, pues con su ejecución se instaura un orden arquetípico que devuelve la armonía perdida al mundo. En efecto, a través de formas tales como danzas y representaciones, en las que no se excluyen actos sangrientos u orgiásticos, los chamanes (magos), que ejercen de mediadores entre el cielo y el infierno, realizan una purificación total de sí mismos y su entorno gracias a la actualización de Ideas-Fuerza que se hacen presentes en ellos y que son regeneradoras del cosmos.
El rito es un drama simbólico en el que los oficiantes, con una disposición receptiva a ciertas influencias celestes dejan que las potencias divinas se depositen en ellos. Entonces todo se transforma, pues los participantes devienen esas energías. Ya no son sólo seres individuales sino también y sobre todo seres sobrenaturales, cuya cualidad es la de restaurar el equilibrio perdido. Esta es la obra de Arte que el hombre puede realizar consigo mismo a través de la enseñanza que promueve la iniciación en los misterios.
"La tarea del artista es la de mediador entre la esencia del símbolo (o Verbo) y su manifestación en el mundo temporal (obra del Verbo Creador). De entre todas las criaturas, sólo al hombre le es dado el tomar conciencia de este papel y a través de él es el Universo el que se hace consciente de sí mismo. El propósito de la educación tradicional consiste en llevar a cabo esta toma de conciencia, despertando las capacidades latentes que todo hombre lleva ocultas, siendo ésta la función que cumple el gremio de los artistas, dirigido por un maestro que conoce los principios que gobiernan el Arte”. (Federico González).
O sea, que el arte es un vehículo de conocimiento, ya que gracias a la experiencia que el propio desarrollo creativo promueve, el artista puede reconocerse a Sí mismo como incluido en un proceso análogo al de la creación entera, que manifiesta la idea de un génesis primordial a través de lo sensible, aunque de forma velada.
Algo completamente desconocido e inimaginable en un mundo desarraigado como el que nos ha tocado conocer, en donde estas capacidades latentes de las que se habla quedan relegadas a un segundo plano y finalmente olvidadas. La educación igualitaria, por poner un ejemplo, sólo fomenta la competitividad más brutal, eliminando a unos en beneficio de otros. Formando seres humanos con un perfil uniformizado cuyo máximo afán será el de adquirir cierto status de reconocimiento y bienestar social, caracterizado por el poder económico y/o social conseguido a costa de vender el alma al diablo, es decir, caer en la más absoluta mediocridad e ignorancia, siempre aplaudida por el medio. Un mundo que tiende a “serruchar” el piso a todo aquél que destaca por unas ideas contrarias al modo de pensar rasante del entorno. Es así como el arte ha sido degradado a pura inutilidad, y el baremo para valorar una obra como tal, radica en ideas tan peregrinas como que la pieza sea “original” en el sentido novedoso del término, cuando por el contrario será verdaderamente original si es fiel a su origen, al principio único. O sea, si está hecha con arte, de una manera lúcida y acorde a un pensamiento cosmogónico.
El Arte Real en su sentido más elevado, imita al hacedor, es decir, participa de su causa universal y por ello la expresa. El intermediario es el artista, que deviene uno con la obra cuando el proceso de realización está conectado intelectualmente con el principio que representa. Como dice Dante en su “Canzone XVI”,
“quien pinta un rostro, si no puede serlo, no puede pintarlo”.
De una forma de pensar profana, surgen las corrientes de opinión más vulgares, y cualquiera, a poca labia que muestre, se otorga el derecho a opinar, aunque no tenga ni idea de lo que habla. Desde esta perspectiva, cualquier cosa es susceptible de ser arte, sobre todo si es elogiada por los críticos, que son los que definen las tendencias, casi siempre marcadas por cuestiones de carácter económico y/o psicológico. Así están las cosas hoy en día. Nuestra querida sociedad se mueve por modas, siempre en consonancia con el gusto profano, es decir, en donde lo bueno de hoy es lo malo de mañana y viceversa. A este respecto, una de las mayores falacias de nuestro tiempo es considerar el hecho artístico exclusivamente para el placer de los sentidos o como un entretenimiento. Es verdad que el artista ha de disfrutar durante el proceso de realización de la obra como hecho enriquecedor que favorece la fluidez y perfección (Bella en sí misma), en su acabado, y por ello es normal y muy necesario que el placer esté presente. Pero de ahí a pretender que la empresa que se lleva a cabo sea única y exclusivamente por y para ello, es un error. El goce por el goce es una perversión. E igualmente el arte por el arte, que como concepto es una degradación producida por la ignorancia. Una degeneración que sobreviene cuando las cosas se hacen solamente para consumir. En definitiva, para pasar el rato, para distraerse, para “matar el tiempo”, con exclusión de cualquier otra posibilidad que pueda ir más allá de la inmediatez consumista. Este hecho, que es un indicador más de la progresiva disolución del medio, es también una prueba de la escisión del hombre moderno con la causa creadora, con el principio original, sin cuyo conocimiento nunca será disipada la confusión del “todo vale”. En lo que a esto respecta, se podrá objetar que muchos de nuestros artistas, defienden la validez del arte por lo que sugiere o puede sugerir, cosa que no siempre coincide con lo que pretende. Lo cierto es que salvo honrosas excepciones, la mayoría de los artistas de nuestro tiempo, sobre todo los más cotizados, se definen en este sentido desarrollando públicamente diversos razonamientos sobre sus métodos, concepción y contenidos. Discursos en los que arrastrados por la vanidad aspiran a que el arte sea el medio idóneo para mostrar a la galería la propia personalidad del artista, que de manera refleja expresa sus miedos, o su forma de ver y entender el mundo, donde no falta la denuncia social, todo ello desde una perspectiva particular y psicológica, es decir, tomando partido por una cosa en detrimento de otra. Tras ellos están los que a su vez se adjudican el título de estudiosos y críticos del arte, que gracias a sus aparatosas dilucidaciones, lo han sistematizado de tal forma, que no puede ser comprendido más que por ellos mismos, pues siempre lo examinan desde su propio punto de vista, que es también el psicoanalítico. Y esto no sería demasiado grave si no hicieran algo semejante con aquellas verdaderas obras de arte, realizadas por maestros de todos los tiempos, que son rebajadas a mera alegoría por la incomprensión de unos cuantos. Esto último lo hemos visto claro en las numerosas obras de teatro, que han sido mutiladas por la mano de un adaptador o del propio director, para hacerlas “más digeribles” en un caso, o para resaltar otras lecturas de la propia obra en otro, en detrimento de la verdadera esencia inherente al propio drama. Emitir un juicio discriminatorio en favor de lo anecdótico, excluyendo totalmente otros valores, empobrece el conjunto, al ser rebajado a lo secundario. Tal es el caso de William Shakespeare, cuyos textos son castigados una y otra vez por la ignorancia. Pongamos como ejemplo una de sus obras, comúnmente conocida como “La fierecilla domada”. A lo largo de esta comedia hay varias historias paralelas que discurren en torno a Catalina, una joven de carácter más bien agrio, que rechaza a Petrucho como pretendiente. Pero el muchacho está más que decidido a unirse con ella en matrimonio. Para ello utilizará una estrategia consistente en darle de su “propia medicina”, es decir, que Petrucho se comporta más alborotadamente si cabe que la chica, que acaba cediendo por agotamiento, desbordada ante semejante proceder. En realidad, la traducción que más se aproxima al original de Shakespeare es la “La doma de la bravía”, o “La doma de la furia”, cuyo título significativo habla por sí solo de lo que el autor pudo dejar entrever. Visto desde esta perspectiva todo cambia, ya que entonces la furia, no sólo sería la chiquilla irascible que no se deja manejar por su pretendiente, sino también y sobre todo la encarnación de esos egos y pasiones que deben ser dominados, que no reprimidos, por el ser humano.
Ahora bien, si en la pieza teatral se distingue al hombre como dominador, y a la mujer como dominada no es para mostrar de manera gráfica la supremacía física o mental del primero sobre la segunda. Simplemente expresa una forma de entender el mundo, una cosmogonía, que de modo natural asocia las cualidades masculinas con aquéllas potencias celestes y activas, y las femeninas con esas otras terrestres y receptivas, en donde se depositan las influencias espirituales que germinarán produciendo lo manifestado. La creación entera tiene su razón de ser en los pares de opuestos que se complementan, por lo tanto no tendría sentido destacar lo masculino en detrimento de lo femenino y viceversa. Sencillamente son aspectos diferentes que cumplen unas funciones determinadas en todos los estamentos de acuerdo con sus propias características. Ni qué decir en la comunidad. Cuando todo se establece en torno a un orden estructurado que debe su origen a la causa primigenia, cada individuo sea hombre o mujer, sabe cual es su papel a todos los niveles, incluido el social, y por supuesto no intentará atribuirse ninguna otra competencia, pues como buen conocedor y participante de la escala jerárquica, acepta lo que le corresponde consciente de que su ser y sus circunstancias concurren a la armonía universal. Pretender lo contrario sería el caos.
“La doma de la furia”, por su marcada comicidad, puede resultar un divertimento muy al gusto de aquéllos espectadores que buscan la diversión, cosa que también está incluida dentro de la propia perfección y originalidad de un acabado común a toda la obra de Shakespeare, que expresa en su bella concepción y de forma velada el principio original perfecto en sí mismo, al que debe su universalidad. Es decir, que el autor se inspira en lo divino, para desarrollar un pensamiento ordenado, una cosmovisión habitual a una época en la que sin ir más lejos, estaba extendido el estudio de las Artes pitagóricas e incluso había cabalistas y magos herméticos de la talla de John Dee, Robert Fludd o Giordano Bruno entre otros, además de publicarse escritos de Marsilio Ficino o Pico De La Mirandola por nombrar algunos de los numerosos “Maestros e inspirados” que influyeron ya fuera directa o indirectamente en la continuidad y transmisión de la Sabiduría Perenne, colaborando y participando de un modo de vivir general vinculado a la enseñanza sagrada unánime y primordial, que se manifiesta en todo momento de muy diversas maneras. Precisamente “La doma de la furia” contiene algunos fragmentos válidos para comprender el tipo de conceptos que debían manejarse en según que círculos:
Tranio: “Perdonatemi, mi amable amo; en todo pienso igual que vos: me alegro de que llevéis adelante vuestra resolución de absolver las dulzuras de la dulce filosofía. Sólo que, buen amo, mientras admiramos esa virtud y esa disciplina moral, no seamos, por favor, estoicos ni insensibles: ni nos dediquemos tanto a los preceptos de Aristóteles que Ovidio quede abjurado como un proscrito: poned freno a la lógica con la experiencia que tenéis, y practicad la retórica en vuestra conversación corriente: usad la música y la poesía para animaros; en cuanto a la matemática y la metafísica, dedicaos a ellas según encontréis que le apetezca a vuestro estómago; no se saca beneficio donde no se recibe placer: en una palabra, señor, estudiad lo que más os guste”. (La doma de la furia. William Shakespeare. Acto I. Escena I. Edit. Planeta.)
Es asombroso observar cómo coexisten los diferentes niveles de lectura, que organizados de manera proporcionada constituyen un conjunto armónico que resuena en lo más íntimo del ser. Con qué elocuencia expresa Tranio la importancia que tiene el efectuar las cosas con placer, como una forma de Amor, efectivizada por el estudio en las diversas disciplinas del conocimiento con la alegría que da el disfrute hacia lo que ello representa, incluyendo lo mundano como expresión de lo divino. El Arte de amar lo cotidiano, cuando se intuye que es parte sensible contenida por la esencia del Todo. Presintiendo cada vez más vivamente, que hasta lo menos relevante puede ser crucial, pues si desde una perspectiva tradicional todo es sagrado, hasta las cosas más pequeñas han de tener su importancia. Gracias a las percepciones intelectivas que promueve la Enseñanza Sagrada, se estimula la inteligencia, evidenciándose cada vez con más intensidad, la raíz oculta detrás de la apariencia, cuya vivencia se refleja en la obra de arte que el iniciado encarna. Efectivamente, el hombre contiene la posibilidad de vivificar aquello que él mismo representa. Esto es obvio para todas las tradiciones sapienciales, que reconocen en el arte o artesanía (dos maneras de nombrar la misma cosa), un magnífico vehículo de conocimiento apto para aquél individuo con cualidades en esta o aquélla forma expresiva, ya sea pintura, escultura, música, danza, u otros oficios como la carpintería, la herrería o la realización de tapices, por poner algún ejemplo a propósito de los muchos trabajos artísticos que pueden servir como soporte en esta vía, entre los que destacamos el teatro por ser el que más nos interesa en el desarrollo de estos estudios.
Pero vayamos por partes. En primer lugar es necesario señalar que
“de manera general... el teatro es un símbolo de la manifestación, de la cual expresa tan perfectamente como le es posible su carácter ilusorio”. (Apreciaciones sobre la iniciación. Cap. XXVIII. El simbolismo del teatro).
Mármol con dos máscaras de teatro (trágica y cómica)
Es decir, que esta existencia que nos ha tocado vivir, y que tomamos como verdadera por su evidente perceptibilidad sensitiva, no es sino una realidad menor, relativa si se quiere, pues se encuentra sujeta al devenir y al cambio. Nada salvo el principio original permanece fijo e inmutable, y por lo tanto es lo único verdaderamente real, pues siempre es él mismo. Este principio va haciéndose cada vez menos abstracto y más concreto a medida que son depositadas sus emanaciones, las que conforman los distintos planos o grados del ser, perfectamente estructurados y jerarquizados, hasta llegar a este, caracterizado entre otras cosas por la existencia material y como decíamos más atrás, el devenir cambiante. Estos mundos superiores, no pueden ser percibidos a través de una mente racional como aquélla con la que estamos acostumbrados a manejarnos, que se expresa de manera dual, y por lo tanto en forma condicionada, quedándose siempre con un punto de vista y excluyendo a otros; ni tampoco a través de los sentidos siempre limitados a este plano. Estamos hablando de ideas arquetípicas que superan nuestra percepción normal de las cosas, incluyendo a lo psicológico, pero que están ahí, depositando invariablemente sus influencias sobre el plano psíquico y físico. De hecho si no fuera así, ya lo hemos dicho antes, este mundo en el que vivimos no existiría.
Lo inmutable se manifiesta por intermediación del símbolo, cuya forma se adapta de acuerdo a las circunstancias históricas y culturales del momento, para que la Cadena iniciática continúe viva gracias a los seres que la encarnan.
De la misma manera, el teatro bien entendido, como hecho simbólico que es, también se adaptará naturalmente a las circunstancias temporales, vehiculando ideas espirituales y metafísicas a través de temas que se ajusten a las preocupaciones de la época. Argumentos que siempre tienen como trasfondo el drama cósmico de la vida, donde las fuerzas naturales, el azar, la justicia o la providencia, por decir algunas de entre muchas, constituyen una trama que principalmente se fundamenta en ideas arquetípicas. El espectador tiene entonces la posibilidad de realizar distintas lecturas de lo que ve, dependiendo de su capacidad intelectual, desde la más literal, hasta la metafísica.
Urano rodeado por la danza de las estrellas
Tomemos a William Shakespeare y su extensa obra, en donde aparecen implícitos los diferentes planos de lectura o niveles jerárquicos del Ser, análogos a aquéllas ideas o mundos arquetípicos a los que nos referíamos más atrás. Shakespeare, con su prolífica obra demuestra una capacidad prodigiosa para crear mundos con una belleza poética tal, que casi se diría que excede lo humano. En efecto, estos textos claramente simbólicos, están expresando una Sabiduría Perenne, un conocimiento no humano transmitido al hombre por los dioses desde tiempos inmemoriales, osea por intuición directa. No nos cansaremos de repetir que Shakespeare se nutre de fuentes sapienciales. De lo que algunos estudiosos han denominado como neoplatonismo hermético cabalístico, cuyo conocimiento le lleva a escribir de esa forma tan inspirada y reveladora, a concebir mundos semejantes al de una época convulsa como la que le toca vivir (caracterizada por la reforma imperial y protestante, que choca con la campaña contrarreformista y la consecuente “caza de brujas”). En la que también surge con fuerza el llamado movimiento Rosacruz, que desde Alemania expande por toda Europa un pensamiento, un cuerpo de ideas que aunque de forma velada, quedan manifiestamente expuestas a lo largo de toda su obra como si las conociera de primera mano. En efecto, sus: “obras tienen un profundo significado filosófico, una sensación mágica de interacción entre el hombre y la naturaleza. Esa atmósfera mágica es así mismo una atmósfera intensamente religiosa, que produce “teofanías” o nuevas revelaciones de lo divino.”(Frances A. Yates. “Las últimas obras de Shakespeare: una nueva interpretación”. Introducción. Pág. 26.)
Es evidente que existe una analogía entre los diferentes planos de manifestación y el teatro, al que consideramos un magnífico vehículo de conocimiento si este es encarado desde una perspectiva simbólica, es decir, dejándonos llevar por su propia estructura, cuyo diseño armónico obedece al modelo universal. Si tomamos como ejemplo “Hamlet”, un texto conocido por la gran mayoría, se puede observar que está desarrollado a partir de una idea esencial. Desde el punto de vista psicológico, refleja más o menos claramente la agitación e inquietud social de su época. Escénicamente, está recreada en la corte del Rey de Dinamarca, en donde la ambición por el poder de unos, y la venganza de otros, culmina en el caos y la muerte de sus protagonistas. Claro que visto desde una perspectiva más amplia, es posible apreciar que este drama tiene su origen en una forma de percibir y entender la vida como un conjunto indivisible, en donde nada se excluye y todo es significativo. Un pensamiento que incorpora los sucesos históricos del momento como formando parte de un plan que va más allá de lo anecdótico, en donde los acontecimientos revelan la necesidad de un Orden superior y jerárquico. Es decir, que Shakespeare retrata a través de su obra, el sentir de una época convulsa en que Europa se encuentra removida en todos sus estamentos sociales. En definitiva un mundo viejo y caduco que muere, en el que se hace necesaria una regeneración total, y ésta sólo puede venir de lo alto. Pero aún podría haber más. Resulta muy curioso observar el arrebato melancólico que desprende Hamlet, el protagonista, durante toda la obra. ¿No podría ser esto, el retrato de un pensamiento que corre como la pólvora por todo el continente? En efecto, la mentalidad renacentista recupera con fuerza unos conceptos que ya debían manejarse tiempo atrás: la idea platónica del furor divino como fuente de inspiración. La locura heroica combinada con la bilis negra de saturno produce estados de melancolía capaces de despertar las potencias ocultas en el hombre. Cornelio Agrippa con su obra “Filosofía Oculta”, es uno de los que hace circular estas nociones, por no hablar del ya mencionado John Dee o Durero y sus famosos grabados sobre la melancolía.
“La melancolía de Hamlet es la melancolía inspirada con sus correspondientes visiones proféticas. El interés de Shakespeare en lo oculto, en fantasmas, brujas y hadas, se explica más como una derivación de una profunda afinidad con la filosofía oculta seria y con sus implicaciones religiosas, que como emanación de la tradición popular”. (“La Filosofía Oculta en la Época Isabelina”. Frances A. Yates. Pág. 135).
Hamlet posee el perfil del hombre renacentista por excelencia, en cuanto que sus ideas coinciden con el pensamiento mágico-filosófico de este período. En un momento dado incluso habla de manera explícita sobre el hombre y su dignidad, que bien podrían ser un resumen hecho en cuatro palabras, acerca de la concepción que el ser humano de aquélla época debía tener sobre sí mismo como centro de la creación. Un discurso que Pico De La Mirandola había desarrollado y divulgado tiempo atrás y que sitúa al hombre
como un teúrgo capaz de operar en los distintos planos del universo gracias al conocimiento de un saber totalizador, cuya clave estaba en el arte y la ciencia herméticas(...) La ‘dignidad’ del hombre le viene dada por saberse un colaborador consciente en la obra de la creación, por cuyo eje puede ascender y descender pues su naturaleza participa por igual de lo inferior y lo superior (...) (“Introducción a la Ciencia Sagrada”. “Programa Agartha”. “Pico De La Mirandola”. Pág. 441-442).
He aquí una muestra sobre lo que piensa Hamlet, acerca del hombre y su situación, como centro de la creación divina:
(...) ¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades! En su forma y movimiento, ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia, ¡qué semejante a un dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! (“Hamlet”. William Shakespeare. Acto II. Escena VIII. Trad. Extraída de “La Cosmovisión Isabelina. Pág. 13.)
Al parecer, el dramaturgo estaba profundamente interesado en la transmisión de la Ciencia Sagrada, que a través del teatro, difunde unos textos inspirados e inspiradores, siempre vivos por lo que en ellos hay contenido. Desde esta perspectiva, Shakespeare deviene entonces como mediador entre la Idea y la obra acabada, desarrollada en forma concatenada debido a sus evidentes niveles de lectura, que van depositándose como emanaciones hasta concluir en la historia que todos conocemos. Esta forma de entender la vida como una estructura perfectamente jerarquizada, es natural a la mentalidad del hombre de este momento histórico, que da por sentado ese orden hasta tal punto que no necesita argumentarlo de ninguna manera, pues como decimos, constituye su modo de vivir y en definitiva su ser. El ciudadano medio entiende que todo está interrelacionado,
“El sol, el rey y la primogenitura dependen unos de otros; la guerra de los planetas encuentra eco en la guerra de los elementos y en la guerra civil en la tierra; las comunes fraternidades o gremios de las ciudades van junto a una oblicua referencia a la creación a partir de la confusión del caos. He aquí un cuadro de actividad inmensa y diversa, constantemente amenazada de disolución y no obstante preservada de ésta por un superior poder unificador”. (“La cosmovisión Isabelina”. E. M. W. Tillyard. Cap. I. “El Orden”. Pág. 25)
Para Ulises, uno de los personajes de “Troilo y Cressida” de Shakespeare, el Orden conforma las bases fundamentales de cualquier sociedad legitimada por lo divino, cuyas leyes constituyen la armonía universal:
“Los cielos mismos, los planetas y este globo terrestre observan con orden invariable las leyes de categoría, de la prioridad, de la distancia, de la posición del movimiento, de las estaciones, de la forma, de las funciones y de la regularidad; y por eso este esplendoroso planeta, el sol, reina entre los otros en el seno de su esfera con una noble eminencia; así, su disco saludable corrige las malas miradas de los planetas funestos, y, parecido a un rey que ordena, manda sin obstáculos a los buenos y a los malos astros. Pero cuando los planetas vagan errantes, en desorden, en una mezcolanza funesta, ¡qué plagas y qué prodigios entonces, qué anarquías, qué cóleras del mar, qué temblores de tierra, qué conmociones de los vientos! Fenómenos terribles, cambios, horrores, trastornan y destrozan, hienden y desarraigan completamente de su posición fija la unidad y la calma habitual de los Estados. ¡Oh! Una empresa padece bastante cuando se quebranta la jerarquía, escala de todos los grandes designios. ¿Por qué otro medio sino por la jerarquía, las sociedades, la autoridad en las escuelas, la asociación en las ciudades, el comercio tranquilo entre las orillas separadas, los derechos de primogenitura y de nacimiento, las prerrogativas de la edad de la corona, del cetro, del laurel, podrían debidamente existir? Quitad la jerarquía, desafinad esa sola cuerda y escuchad la disonancia que sigue. Todas las cosas van a encontrarse para combatirse; las aguas contenidas elevarían sus senos más alto que sus márgenes y harían un vasto pantano de todo este sólido globo; la violencia se convertiría en ama de la debilidad, y el hijo brutal golpearía a su padre a muerte. Cuando la jerarquía está ahogada, ha ahí el caos que sigue a su ahogo”. (Troilo y Cressida. William Shakespeare. Fragmento extraído de “La cosmovisión Isabelina”. E. M. W. Tillyard. Cap. I. “El orden”. Pág. 23-24).
Como hemos señalado en repetidas ocasiones, todo lo manifestado tiene su origen en un principio fundamental, que puede ser llamado Unidad, a partir de la cual se van desplegando todos los otros mundos hasta llegar a este conocido. Claro que ésta es una manera de expresar que en verdad dicho Principio, es siempre él mismo, inmutable, inalterable, y que todo lo que consideramos nuestra realidad queda contenido dentro de ese Principio único, del cual no hemos salido nunca sino en forma ilusoria. Sucede de manera parecida con el ser individual, que durante el estado de sueño crea mundos que se perciben como reales sin verse alterado el soñante. Es así como de igual modo lo Único está en todo lo manifestado y todo lo manifestado está en lo Único, cosa que obviamente vale también para el hombre.
No en vano el dramaturgo Pedro Calderón De La Barca, al que todos reconocemos una asombrosa capacidad creativa, tiene entre sus obras más destacadas aquellas que llevan por título “La vida es sueño” y el “Gran teatro del mundo”, dos textos muy profundos que no dejan de referirse continuamente a los diferentes planos de realidad y en definitiva a la naturaleza de éste en el que estamos inmersos, que bien puede ser comparado con una ensoñación, o con un gran escenario en donde se representan los designios de la vida y sus personajes, que tienen su razón de ser en el misterio que simbolizan.
El hombre, como protagonista central de la trama ha olvidado su verdadera condición, se encuentra totalmente absorto en el argumento, tomando al personaje que le tocó actuar y sus circunstancias siempre cambiantes como la única realidad, sin apenas pararse a considerar que todo es pasajero. Que tal vez las cosas no son lo que parecen. Que cualquier ambición es vana. Entonces, ¿Qué pretendemos de la vida? ¿De donde venimos y a donde vamos? Si es que venimos o vamos a alguna parte. Y lo que es más importante, ¿Quienes somos?
Estas preguntas evocadoras, contienen reminiscencias de un estado otro, en donde se escuchan los ecos divinos declamados por Segismundo, que traen consigo aires de libertad:
SEGISMUNDO:
Es verdad; pues reprimamos
esta fiera condición,
esta furia, esta ambición,
por si alguna vez soñamos.
Y sí haremos, pues estamos
en mundo tan singular,
que el vivir sólo es soñar;
y la experiencia me enseña,
que el hombre que vive, sueña
lo que es, hasta despertar.
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte (¡desdicha fuerte!);
¡que hay quien intente reinar
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte!
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños sueños son.
"Danza de la Muerte" Monumento a Calderón De La Barca
No se puede hablar más claro ni de forma tan bella sobre el carácter de lo ilusorio como símbolo de la realidad no manifestada.
Sin duda los títulos de las mencionadas obras ya dicen mucho acerca de una visión distinta de las cosas, una cosmogonía que se expresa en forma jerárquica y que va de lo metafísico a lo físico, siendo este primer concepto el que contiene a todos los demás, y del que sólo se puede hablar en términos negativos. Es decir, buscando la esencia a través de la sustancia, lo inmanifestado en lo manifestado o lo increado, en lo creado.
(Tao Te Ching. Poema XI.)
Aquello que el ser individual percibe como concreto, incluyéndose a sí mismo, no es sino una realidad menor que depende de un principio superior, invisible y eterno que no tiene necesidad de aparecer, puesto que dicha Eternidad siempre Es. Únicamente se muestra a través de las cosas que esta infinitud crea, sin que la propia infinitud se vea alterada y sin que las cosas creadas sean engendradas como si estuvieran aparte de su creador.
Por otro lado, aunque hayamos dicho que la Eternidad siempre Es, se debe puntualizar que entendida como tal plenamente, dicha Eternidad pertenece al conjunto del Ser y del No Ser, puesto que si se los distingue u opone uno a otro, se está en un punto de vista que limita en cierta manera uno a otro, y por lo tanto será mutable y no eterna.
“También podemos expresar las cosas de esta manera: la Posibilidad universal contiene necesariamente la totalidad de las posibilidades, y se puede decir que el Ser y el No Ser son sus dos aspectos: el Ser, en tanto que manifiesta las posibilidades (o más exactamente algunas de entre ellas); el No Ser, en tanto que no las manifiesta. Por consiguiente el Ser contiene todo lo manifestado; y el No Ser contiene todo lo no manifestado, comprendido ahí el Ser mismo; pero la Posibilidad universal comprende a la vez el Ser y el No Ser. Agregaremos que lo no manifestado comprende lo que podemos llamar lo no manifestable, es decir, las posibilidades de manifestación en tanto que no se manifiestan, puesto que la manifestación no comprende evidentemente más que el conjunto de estas mismas posibilidades en tanto que se manifiestan”. (René Guénon. Los estados múltiples del Ser. Cap. III. El Ser y el No Ser).
“Ser o no ser; he aquí la cuestión”. (Hamlet. William Shakespeare. Acto III. Escena IV.)
Dice Hamlet mientras reflexiona sobre los misterios de la vida y la muerte. La eterna duda del hombre, desde que éste se encuentra bajo el dominio del Demiurgo, es decir, en el reino de la dualidad. Pero, ¿realmente existe tal imperio? Calderón de la Barca con su “Gran teatro del Mundo” expresa de forma velada una visión a este respecto, que arranca con la aparición del Demiurgo, una energía o idea arquetípica que en la obra se nombra como “El Autor”, entidad central que aparece con un manto de estrellas y potencias en su sombrero, invocando con gracioso verbo la presencia del Mundo y los demás personajes. Entre todos conforman la creación, y cada cual tiene su complemento en uno u otro paredro. Así por ejemplo, la “Hermosura” que despliega su belleza, perceptible a través de los sentidos, encuentra su justo límite en la Discreción. En definitiva, el juego que se establece entre las distintas tensiones y distensiones, entre los diferentes enfoques, desarrolla una dialéctica que conjuga los múltiples aspectos de la vida, que se resuelven en la Armonía Universal. Cuestión esta imposible de presentir mientras se tome a lo relativo como un absoluto, ya que una visión fragmentada de las cosas sólo abarca una parte del conjunto y no la totalidad, en la que por cierto estamos incluidos, pues en el origen motor, principio de todo, del cual no hemos salido sino ilusoriamente, no puede existir distinción del individuo como tal, o dicho de otra manera, del hombre con lo que le rodea, de lo interior con lo exterior. Desde esta visión, todo deviene una sola cosa que es uno mismo y todo.
“Vemos que el Demiurgo no es en realidad una potencia externa al hombre; en principio no es más que la voluntad del hombre en tanto realiza la distinción entre Bien y Mal. Pero seguidamente el hombre, limitado como ser individual por esa voluntad que es la suya propia, la considera como algo externo a él, y así deviene distinta de él. Además, como dicha voluntad se opone a los esfuerzos necesarios para salir del dominio en que él mismo se ha encerrado, la ve como una potencia hostil, y la denomina Satán o el Adversario. Remarquemos que este Adversario, que hemos creado nosotros mismos y que creamos a cada instante -ya que esto no debe considerarse como algo que ocurrió en un tiempo determinado-, no es malo en sí mismo, sino que constituye únicamente el conjunto de todo lo que nos es contrario.
Desde un punto de vista más general, el Demiurgo, convertido en una potencia distinta y considerado como tal, es el príncipe de este Mundo del cual se habla en el evangelio de Juan. No es, propiamente hablando, ni bueno ni malo, más bien es lo uno y lo otro, puesto que contiene en sí mismo el Bien y el Mal. Se considera su dominio como el Mundo inferior, en oposición al Mundo superior o Universo principial del que ha sido separado. Pero hay que tener en cuenta que esta separación jamás es absolutamente real, sólo lo es en la medida en que la realizamos, pues este Mundo inferior está contenido, en estado potencial, en el Universo principial, y es evidente que ninguna parte puede realmente salir del Todo”. (René Guénon. El Demiurgo. Revista Symbolos nº 8. Pág. 152).
Pero para comprender mejor la cuestión del Demiurgo, vamos a adentrarnos en el mundo de las brujas, personajes que aparecen en cientos de fábulas y mitos, así como en historias desarrolladas a partir de leyendas e invenciones más bien truculentas, que han sido llevadas a la escena en numerosas ocasiones por autores que a veces presentan a estas mujeres de conocimiento, como temibles ancianas de aspecto maléfico, con ciertos poderes que usan para sus propios intereses.
No es el caso de “Noche de Brujas”, obra de teatro escrita por Federico González, cuyo argumento trata sobre un aquelarre que unas cuantas sabias o magas, llevan a cabo en una noche de San Juan, durante el solsticio de verano. Un rito sagrado con el que actualizan y armonizan en su propio ser las potencias celestes (Uránicas), y terrestres (Ctónicas). Todo ello gracias a la presencia del soberano de los dioses del inframundo, al que invocan para realizar a su través y en ellas mismas la unión de lo de arriba con lo de abajo. Así el diablo y las brujas van hilando un discurso simbólico que comienza con una invocación por parte de estas últimas a las siete potencias planetarias y al Demiurgo como señor de todas ellas. Una vez que éste se hace presente, continúa el rito que se establece en torno a un eje o poste sacrificial representado por un tronco con forma fálica.
El diablo, dirigiéndose a la audiencia manifiesta en repetidas ocasiones la degeneración del ser humano de estos tiempos, que se encuentra sometido por la bestialidad de su propia ignorancia:
DIABLO: “Os andáis preguntando todo el tiempo si lo que hacéis está bien o mal. Si sois buenos o malos. ¡Como si fueseis tan importantes! Os torturáis mentalmente para nada. Invierto vuestro discurso y va de retro”.
Y más adelante, también al público dice:
DIABLO: “Comulguemos bajo las dos especies. Del macho y de la hembra, del esperma y el menstruo. Tenéis un problema teológico contra nosotros que os impide ver nuestra sacralidad. Los excrementos son el símbolo de las transformaciones. Sin paso por el infierno no se hace el camino del cielo”.
Como se ve, a lo largo de la obra el propio Demiurgo, y también las brujas, explican que la dualidad inherente al ser humano puede ser sobrepasada, e incluso especifican continuamente y de una forma didáctica, el modo de trascender esta percepción subjetiva de las cosas.
En efecto, la obra es un vehículo que transmite verdades eternas de una manera sencilla. El teatro entendido de este modo, no sólo es un divertimento, sino también y ante todo un hecho significativo, un rito, que rememora aquello que se encuentra en el propio tejido vital y nos remite a un origen sagrado que durante la dramatización del Misterio es evocado por actor y espectador. Tanto el primero como el segundo se identifican con lo divino de una manera eficaz. Por un lado, a través de los gestos y palabras simbólicas que se van sucediendo a lo largo de la obra, los actores personifican ciertas Ideas que por su naturaleza instauran un Orden prototípico, estableciendo una comunión plena entre lo que se representa y lo representado. Por otra parte, cuando se produce en el espectador una receptividad sincera a este hecho, despierta su verdadero Ser. El observador recupera la noción esencial de las cosas, se percibe a sí mismo como participante directo, se reconoce como parte de esas Ideas porque desde siempre han estado en él, o mejor, son él desde siempre, conformando su propio ser. Así es como se produce lo que se llama una catarsis, una purificación en el sujeto, que liberado de su yo individual, ya no experimenta la distinción entre el que ve y lo visto. Es así como tanto para el actor como para el espectador, los conceptos exterior e interior devienen en una misma y única cosa: el Ser.
El Demiurgo, secundado por las Brujas, interviene por última vez para revelar el sentido de la vida y el Misterio que representa:
DIABLO: “Les confiaré mi último y más preciado secreto; soy un problema, ya lo veis. En el gran teatro del mundo yo no soy nadie, no existo en verdad, aunque soy capaz de tomar todas las formas. ¡Vaya sorpresa! “Dorsa Tanem non habemus”. Los diablos no tenemos trasero. Y si no tengo trasero ¿quién soy en verdad? Mi existencia constituye pues, el problema de la identidad. Pero igualmente el comienzo de una grandiosa sinfonía, la página en blanco en la que podéis empezar cualquier historia...
(Las brujas, una tras otra comienzan a recitar, mientras empieza a amanecer).
Somos viento.
Y luz.
Y la sustancia del pensamiento.
Viento y luz y la sustancia del pensamiento.
Somos número y armonía.
Somos la idea.
Y el símbolo que la refleja.
Viento y luz. Viento, luz y la armonía de la idea.
El número y el símbolo que lo expresa.
Viento.
Y luz.
Y voz.
Secreto.
Libre, la idea,
Y el símbolo que la expresa.
CAE TELON
Con esta claridad queda expresada la esencia de todo lo manifestado, que como se dice, no es sino la Idea encarnada. Un reflejo del Principio original que se muestra como un vibrante juego de luces y sombras, enmarcado en un escenario increíblemente decorado con millares de seres y cosas que ilustran la bellísima escenografía siempre cambiante entre la que nos movemos, y de la que no podemos salir hasta que caiga el telón. No obstante, la realización es posible en este estado del ser, pues gracias a la revelación del conocimiento siempre vivo, la enseñanza sagrada se deposita en aquellos corazones que aún mantienen cierto grado de inocencia. Por lo que todavía es factible recuperar la memoria de nuestro verdadero Ser. Es decir, recordar de una vez por todas que la vida es como una representación en la que actuamos diferentes papeles dependiendo de un montón de circunstancias y que esos roles que nos han asignado, o que nos hemos ido creando con uno u otro propósito, no legitiman nuestra identidad. Es entonces cuando las máscaras de los diferentes personajes caen por su propio peso. Libre de todo condicionante, aquél que recupera el estado original establece
(...)una identificación tal de la vida interior y exterior que le (permite) actuar al mismo tiempo espontáneamente y por completo convenientemente. (A. K. Coomaraswamy. “La Filosofía del Arte”. Pág. 176)
En esta gran tragicomedia que entre todos estamos representando, hemos olvidado por completo nuestra verdadera condición, y por ello nos creemos los personajes que nos ha tocado actuar.
Pensemos por un momento que pasaría si durante una función teatral sucediese lo mismo, y el actor, identificado con el personaje o personajes que interpreta, olvidara quién es él, y sólo al final de la función, recordara su identidad real. Sería desastroso, Hamlet mataría realmente a sus compañeros de reparto y finalmente él mismo moriría en escena, quedando el silencio eterno, como él mismo dice en su última intervención. Afortunadamente, esto no es así en el teatro, y al término de cada función, tras caer el telón los actores salen a saludar dignamente.
Todo lo que comienza necesariamente debe finalizar, creándose de este modo el espacio necesario para que puedan producirse otras posibilidades. Por ello, cuando una compañía termina la temporada en esta o aquélla sala, el escenario se vacía para que pueda acoger otras experiencias nuevas. De no ser así, los actores tendrían muchas dificultades para hacer su trabajo, ya que se encontrarían con la desagradable sorpresa de tener que actuar con elementos y decorados de otros grupos que al pasar por allí, abandonaron la escenografía y utilería, cada vez más amontonada en un escenario abarrotado de cachivaches inservibles. Esto, que suena a perogrullada, es lo que le sucede al ser humano de hoy en día. Estamos tan llenos de prejuicios, que no dejamos hueco para que pueda darse nada más allá de nuestra limitada creencia, casi siempre condicionada por el medio. Ciertamente nos creemos tan listos que pensamos que ya lo conocemos todo. Se podría decir que pasamos “de puntillas” por la vida, sin apenas percibir el milagro siempre nuevo de la creación. Jamás podrá producirse una experiencia novedosa, en el sentido vivificador del término, sin un espacio apto para albergarla, es decir sin la vacuidad virginal válida para recibir una influencia espiritual.
En este sentido, los actores y actrices insisten una y otra vez en la dificultad que entraña repetir la misma función todas las noches sin caer en la monotonía. Para ellos, el mayor reto es mantener la frescura en cada pase, como si fuera la primera vez que se representa. En primer lugar esto es imposible si no hay una cierta predisposición a sorprenderse por todo lo que sucede en escena. Cosa paradójica para el artista, pues ha de saber en todo momento lo que ha de hacer y lo que va a pasar. Y en segundo lugar, es fundamental el disfrute en lo que se está realizando. En cualquier caso, ambos aspectos coexisten en simultaneidad, pues uno potencia al otro y el otro al uno. De la misma forma, quien camina por el mundo pensando que no hay más alternativa que la de su propia individualidad, siempre preocupado en el devenir, con miedo hacia la inestabilidad que le es inherente, no está dejando espacio para que pueda producirse la magia de lo inesperado, es decir, el asombro que supone vivir la novedad del eterno presente, cuya cualidad se muestra como un lugar interior, apartado pero más cercano que la propia yugular, y más real que la vida misma. Una isla, un palacio donde habita la bella Porcia, imagen de la Sabiduría que Shakespeare retrató tan magistralmente en su obra “El Mercader de Venecia”.
Bassanio, un joven Veneciano, describe de manera lúcida y muy poética, lo que en verdad significa Amar a esta muchacha que le ha robado el corazón:
BASSANIO: “En Belmonte vive una rica dama, que es bella, y, algo más bello que esta palabra, de prodigiosas virtudes: a veces he recibido de sus ojos hermosos mensajes sin palabras: se llama Porcia, sin valer menos en nada que la hija de Catón, la Porcia de Bruto. Y el ancho mundo no ignora su valor, pues los cuatro vientos traen de todos los países pretendientes famosos. Sus soleados rizos penden en sus sienes como vellocino de oro, que convierte su residencia de Belmonte en orilla de la Cólquida, con muchos Jasones que acuden en su busca. Ah, mi Antonio, si yo tuviera medios para mantener lugar de rival con cualquiera de ellos, mi ánimo me presagia tal ganancia, que sin duda tendría gran fortuna”. (“El Mercader de Venecia”. William Shakespeare. Acto I. Escena I.)
Al palacio de la hermosa doncella comparecen numerosos príncipes con el deseo de desposarla. Pero sólo se unirá en matrimonio con aquél que resuelva un acertijo. Para ello, a los pretendientes se les muestran tres arquetas, de oro, plata y plomo respectivamente, cada una de las cuales presenta una inscripción que de modo críptico expresa lo que contiene en su interior. La prueba consiste en desvelar cuál de las tres contiene su retrato. Quien así lo haga obtendrá su mano. Por supuesto ninguno logra tal empresa, salvo el joven Bassanio, que se desposará con la bella tras escoger inteligentemente la de plomo, cuya leyenda dice así:
“Quien me elija, debe dar y arriesgar todo lo que tiene”.
Verdaderamente, no se puede decir más con tan pocas palabras. Jamás existirá receptividad ninguna sin una apertura sincera, es decir, sin un vaciamiento indispensable apto para acoger y fecundar la posibilidad espiritual. La Verdad una y única sólo se muestra a quien es capaz de abandonar la idea del yo como identidad ilusoria y separada de su Principio.
La vacuidad del cofre elegido por Bassanio, signa
“la potencia en la virginidad de su origen”. (“En el Útero del Cosmos”. Federico González).
Y alberga en su interior un texto que se expresa de esta manera:
“Tú, que no eliges por lo que se ve,
ten ahora fortuna de verdad.
Y puesto que tal suerte halla tu fe,
Sé feliz sin buscar más novedad.
Y si te quieres contentar con eso,
y juzgas tu esperanza así colmada,
vuélvete ahora adonde esté tu amada
a reclamar su amor dándole un beso.
(El mercader de Venecia. Acto III. Escena II).
Amar, desposar a la Sabiduría en su sentido más profundo, significa experimentar de forma vivencial la unión con el Ser. Comprender de una vez por todas, que las cosas no son lo que parecen, sino que son lo que son, es decir, la propia causa creadora, que se manifiesta a través de sus obras sin salir de ella misma. Atrás queda la confusión y el fraude, que se presenta con el aspecto de lo falaz, de lo ilusorio, siempre atractivo, cautivador, tal y como se muestran las otras dos arquetas de oro y plata.
La primera, de oro, lleva esta inscripción:
“Quien me elija, obtendrá lo que muchos desean”.
Y esto es lo que obtiene el príncipe de Marruecos, al dejarse engañar por el falso brillo de la apariencia:
“No todo lo que brilla ha de ser oro:
siempre oíste decir al mundo a coro.
Ha vendido su vida mucha gente
por mirarme por fuera solamente:
no hay tumba de oro sin gusano y lloro.
Si fueras tan sensato como osado,
joven de cuerpo y viejo en buen sentido,
tal respuesta no habrías recibido:
adiós: tu pretensión ha fracasado.
(El mercader de Venecia. Acto II. Escena VII).
Igualmente le sucede al príncipe de Aragón, quien no es capaz de percibir que la propia inscripción que presenta la arqueta de plata, refleja la ignorancia de quien la prefiere: “Quien me elija, obtendrá tanto como merece”.
Y lo que obtiene no es sino una imagen de sí mismo, como queda señalado por la nota que contiene el cofre:
“Siete veces el fuego me ha probado:
siete veces probada es la razón
que nunca se equivoca en su elección:
hay quien tan sólo sombras ha besado,
quien es feliz con sólo sombra al lado:
y hay tontos de preciosa tontería
plateada, y así pasa con éste.
Da igual qué esposa contigo se acueste:
Tu cabeza será siempre la mía:
Así que vete: cesa en tu porfía.”
(El mercader de Venecia. Acto II. Escena IX).
Más tarde, ya casi hacia el final, la muchacha y una joven criada suya, se presentan en Venecia disfrazadas de un sabio doctor en leyes y su escribiente, con la intención de mediar en un pleito entre Shylock, un judío prestamista, y Antonio, buen amigo de Bassanio que se dedica al comercio. La intervención de Porcia resulta crucial, pues firme y justa en sus actos, va dirimiendo el conflicto impulsada por lo que ella encarna en sí misma: la Sabiduría.
Aún hay una última escena que merece la pena destacar por cuanto en ella se dice sobre la armonía universal. En efecto, Lorenzo, en compañía de su amada Jéssica, contempla admirado la belleza del cielo y las estrellas, mientras le va diciendo:
LORENZO: (...) Siéntate Jéssica. Mira, cómo el firmamento del cielo está densamente tachonado de patenas de oro claro: hasta en la más pequeña esfera que observes hay un ángel que canta en su movimiento, haciendo coro siempre a los querubines de ojos niños. Tal armonía hay en las almas inmortales; pero mientras esta fangosa vestimenta de corrupción siga groseramente cerrada, no podemos oírla. (...). (El mercader de Venecia. William Shakespeare. Acto V. Escena I.)
No querríamos terminar esta exposición, sin duda muy superficial sobre un tema tan rico y profundo como es éste que se ha tratado, sin incluir un último fragmento de una obra emblemática y universal, que de manera concentrada y precisa, expresa el carácter ilusorio de todo lo manifestado. Se trata de “La Tempestad”, tal vez el texto de Shakespeare en donde más claramente queda reflejada la Filosofía oculta de una época, en donde el dominio de la realidad se funde con lo mágico y maravilloso.
PRÓSPERO: Parecéis como emocionado, hijo mío; dijérase que algo os conturba. Tranquilizaos, señor. Nuestros divertimentos han dado fin. Estos actores, como había prevenido, eran espíritus todos y se han disipado en el aire, en el seno del aire impalpable; y a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá, y lo mismo que la diversión insustancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños, y nuestra corta vida se cierra con un sueño. (...).
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