
El señor sábelo-todo

¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, si no ves la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano. (Lucas, 6:41-42)
El señor sábelo-todo, de profesión zapatero, creía ser perfecto y hacerlo todo mejor que los demás. Y esta creencia no se la podía guardar para sí mismo, sino que se sentía todo el tiempo impulsado a criticar en voz alta y corregir al que se le presentaba. A veces era un aprendiz, otras su mujer, otras alguien que pasara por allí llevando a cabo cualquier tarea. No se podía callar, porque el hecho de creer saber cómo realizar cualquier cosa mejor que los demás le generaba un disgusto y un despecho muy grandes, sentía incomodidad y sufría viendo que las cosas no estaban “bien hechas”, a tal punto que ese sufrimiento le empujaba a la acción. Estaba tan atareado juzgando y corrigiendo a las personas por su pereza e incapacidad, que él tampoco llegaba a trabajar mucho:
Llamaba a todos perezosos, sin embargo, él no trabajaba gran cosa, pues no estaba dos minutos parado en un mismo sitio.
Su acción no estaba supeditada a la contemplación, sino que  estaba movida por un impulso incontrolable, el de la huida hacia el exterior,  por miedo al vacío. Y creyendo, como Marta, hermana de Lázaro, o como el hombre  de hoy en día, que el trabajo es bueno en sí mismo y no un instrumento o  vehículo del Conocimiento, quedaba presa de la rueda del mundo, girando y  girando, sin acabar nunca nada y queriendo siempre algo diferente.
      Esa insatisfacción constante por querer mejorar las  cosas, le llevaba a estar todo el día malhumorado, y a dirigirse a los demás  con gritos e improperios. “¿Qué no ven que eso está mal hecho? ¿A quién se le  ocurre? ¡Hay que estar ciego para no ver que eso es así!” Y corría a enseñarles  cómo se hacían las cosas. Él, como todo el mundo, hacía las cosas como podía,  con equívocos y torpezas, pero la culpa era siempre de los demás. Si con sus  brazos agitados tiraba al suelo un jarrón que estaba llevando una mujer, era la  mujer que no lo había visto; si daba una patada a un cubo de agua y lejía  porque estaba muy enfadado con unas muchachas que no tenían otro pecado que  reírse mientras trabajaban, eran ellas que lo habían distraído, y así era todo  el tiempo.
      El buen humor por supuesto era, para él, deplorable, una  pérdida de tiempo, porque no hay nada de que reír si hay tantas cosas por  corregir.
      En fin, no veía la viga en su ojo, pero veía muy bien la  brizna en el ojo del hermano. Y no podía reconocer la verdad de las cosas ni  tan solo cuando la tenía en frente de sus ojos. Así, a su aprendiz que le  presenta un zapato:
–¿Qué es eso? –le  grita–¿no te he prohibido cortar los zapatos tan bajos? ¿Quién ha de comprar  semejante calzado? ¡No tiene más que suela! Quiero que mis órdenes se ejecuten  al pie de la letra.
      –Es indudable que  tiene usted razón, señor maestro–le responde el aprendiz–. Este zapato no vale  para nada, pero es el que usted mismo acaba de cortar. Lo ha dejado caer cuando  se levantó y no lo he tocado más que para cogerlo del suelo. Pero un ángel del  cielo no conseguirá darle gusto a usted.

Una noche soñó que llegaba a la puerta del Paraíso y que el mismo San Pedro le abría, advirtiéndole que allí no se atreviera a criticar nada. El zapatero contestó que podía haberse ahorrado el comentario porque por supuesto él ya sabía comportarse apropiadamente en un lugar tan elevado, y además que estaba seguro de que no habría nada que criticar, pues en el Paraíso todo sería perfecto. Pero cuando comenzó a pasear por los anchos espacios del Cielo, se dio cuenta de que sus habitantes no hacían tan bien las cosas como él pensaba, y no podía evitar mirar hacia lo alto, gruñir y refunfuñar para sí mismo, evitando criticar en voz alta por miedo a la advertencia de San Pedro. Criticaba para sus adentros, pero criticaba. Porque no se ha visto nunca que una viga (que era de un señor que la tenía en el ojo y no la veía) se lleve a lo ancho y no a lo largo, porque qué barbaridad que se llene un cubo de agua agujereado del que caía lluvia hacia la tierra, etc. Le parecía que eran todos unos inservibles, y pensaba que en el Paraíso se hacían muchas cosas inútiles para divertirse, ya que reinaba la pereza. Pero no dijo nada, hasta que vio un carro en un bache profundo y ya no aguantó más:
–No es extraño–dijo  al hombre que estaba junto al carro–, ¡está mal cargado! ¿Qué llevas allí?
      –Buenos  pensamientos. No he podido sacarlos a salvo; pero por fortuna he podido subir  hasta aquí mi carro y no me dejarán en el atolladero.
      No tardó en efecto  en llegar un ángel que enganchó dos caballos delante del carro.
      –Muy bien –dijo  Sábelo-todo– pero dos caballos no bastan: se necesitan por lo menos cuatro.
      Llegó otro ángel  con otros dos caballos, pero en vez de engancharlos también por delante los  enganchó por detrás. Esto era ya demasiado para el señor Sábelo-todo.
      –¡Diantre!  –exclamó–. ¿Qué significa esto? Desde que el mundo es mundo no se ha visto  nunca enganchar así. Mas en su ciego orgullo creen saberlo todo mejor que los  demás. (1)
Y al acabar de pronunciar estas palabras, sintió que  alguien lo cogía por el cuello y lo lanzaba lejos, expulsándolo del Paraíso.  Pero antes de perder de vista el carro, pudo ver como éste era “arrebatado en los aires por los caballos”,  que eran alados y él no se había dado cuenta.
      Y despertó, y al despertar pensó:
      
  –El cielo no se  diferencia en nada de la tierra, y hay cosas que parecen malas y son buenas en  el fondo. Pero a pesar de todo, ¿quién puede ver con sangre fría enganchar los  caballos a los dos lados opuestos de un carro? Tenían alas, es verdad, mas no  lo había visto en un principio, y, de todas maneras, ¿no es una locura poner  dos alas a unos caballos que tienen ya cuatro pies? Pero tengo que levantarme,  pues de otro modo todo estaría patas arriba. Verdaderamente es una felicidad  que no me haya muerto todavía. 
El señor Sábelo-todo no sabe nada. Según Nicolás de Cusa,  el no saber es el saber más alto, pero el protagonista de esta historia se  parece más a un ignorante docto que a un docto ignorante. (2) Porque ignora que  la Obra del Señor es perfecta en sí misma y no hay que mejorar nada, ni cambiar  nada de ella. Que sólo conociéndola se puede conocer la perfección del Padre,  que, por otra parte, no se preocupa por ser perfecto. (3)
      
      También ignora que la Obra no responde a criterios de  lógica humana, no obedece a la pequeña razón, no es (sólo) racional. Y que la  Deidad nos asombra y rompe las estructuras mentales que eran nuestras cadenas,  pero esto no lo entiende una bestia que no quiere volar. Y digo que no quiere,  porque capaz de hacerlo sí que es.
      
      Ignora que el hombre no puede controlar, o desviar, el  curso de las cosas en este mundo. Que ellas dependen de la Voluntad del Cielo y  que eso no significa que el hombre no tenga libertad o que su acción no sirva. Ignora  que el Espíritu sopla donde quiere y cuando quiere, que las cosas se dan por la  gracia y no por la acción del hombre, pero, a la vez, que el hombre ha venido a  trabajar a este mundo. Su trabajo verdadero no es ninguno de los que se nos  puedan ocurrir, sino el de servir a aquél que le excede. (4)
      
      Si el hombre se empeña en hacer por hacer, genera más  movimiento, más dispersión, más fragmentación. La acción es cosa buena si está  bien enfocada, de hecho, en un plano no se puede escapar de la acción, sea ella  vista como danza o como guerra. Pero la acción sagrada requiere de una  concentración y una dirección; lo otro es agitación. 
      
      El señor zapatero ignora todas estas cosas, y sobre todo  ignora que es un ignorante. Está ciego, y quedará ciego, porque su orgullo le  impide verse en el espejo, aunque se lo pongan delante, o escuchar el mensaje  de lo alto, aunque se lo revelen muy claro sus sueños. Le dan la oportunidad de  ver el cielo, y no la aprovecha. Pero no pasa nada, simplemente se queda igual  que antes, anhelando una perfección imposible de alcanzar. Y repetimos, no pasa  nada, así es la economía divina.
Es importante recordar, para acabar, que ese señor Sábelo-todo somos nosotros mismo, y que Paraíso e Infierno no son sino dos caras de la misma moneda. O que el Paraíso siempre está al alcance de nuestro corazón.
—No estamos en el Paraíso —dijo tercamente el muchacho; aquí, bajo la  luna, todo es mortal. 
      Paracelso se había puesto en pie. 
      —¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la  divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es  otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso? (5)
Si como podemos ver, el mundo sensible es un símbolo del mundo celeste o sutil, bien haremos en no despreciar el infierno que se nos ofrece y aceptar los hechos con ecuanimidad, como obstáculos y dificultades (“pruebas terribles con las que se certifica la calidad del Amor”) (6) que representan otras tantas purificaciones y sublimaciones, es decir, muertes y nacimientos a nuevas e inusitadas posibilidades y modos de recrearse el Cosmos. (7)
Notas:
        1.
        Hermanos Grimm, “El señor Sábelo-todo”, en La Cenicienta y otros cuentos, Libros del Innombrable, Zaragoza,  1999.
        2.
        “Nota: ¿Docta Ignorancia o ignorancia docta?”, en Federico González y col., Introducción a la Ciéncia Sagrada,  Programa Agartha, Symbolos, Barcelona, 2003.
        3. 
        “Perfección o perfeccionismo”, ibídem.
        4. 
        “No por mucho madrugar” y “El trabajo”, ibídem.
        5. 
        Borges, La rosa de Paracelso,  citado en el programa de radio Rapsodia 14. https://www.facebook.com/Radio-Rapsodia-1028-FM-1051610134850038/
        6. 
        Federico  González, Esoterismo Siglo XXI. En torno a René Guénon. “Religión y  Metafísica en el fin de ciclo”. Lectura completa en: http://ciclologia.com/religionymetafisica.htm
        7. 
        Letra viva, el arte de la trasnmutación.
  
Texto: Margherita Mangini
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