CANTO XXII
Cielo séptimo o de Saturno: los espíritus contemplativos: san Benito. Corrupción de los monasterios. Círculo otavo estrellado: los espíritus triunfantes. El signo de Géminis. Una ojeada a los planetas y a la Tierra.
INTRODUCCION
Todavía en el séptimo Cielo, san Benito de Nursia, fundador del monasterio de Montecassino, desde el que irradió, con la fe, la orden bendictina, se le aparece rodeado de sus primeros seguidores. Dante le pide que se deje ver en su figura real, pero esto sólo le será concedido en la más alta esfera, donde se satisfacen todos los deseos. También el santo fundador se lamenta de la decadencia de su orden. suben por la escala hasta la octava esfera, el cielo de las estrellas, y se encuentran en la constelación de Géminis, bajo la que nacio Dante. Desde allí arriba contempla las siete esferas y sus movimientos, de las cuales la Tierra es la más pequeña de ellas.
O preso de estupor miré á mi guía,
Como el niño en sus cuitas, cuando corre
A buscar el amparo en que confía;
Y aquélla, como madre que socorre
Al hijo desolado, con anhelo,
Y tierna voz que á la desgracia acorre,
Me dijo —«¿Que no ves que éste es el cielo,
Y que en el cielo cuanto existe es santo,
Y lo que se hace es por devoto celo?
¡Cuánto te habría conturbado el canto,
Con mi sonrisa, juzgará tu oido,
Cuando ese grito te conmueve tanto!
Si en él su ruego hubieras entendido,
Tú sabrías el voto de venganza,
Que antes de tú morir, verás cumplido.
»La alta espada, no hiere con tardanza,
Ni presteza, cual piensa el que la espera,
Con deseos ó trémula esperanza.
Mas vuélvete á mirar otra lumbrera,
Verás muchos espíritus famosos,
Si cual digo, tu vista considera.
La obedecí con ojos anhelosos,
Y cien esferas vi, que mutuamente,
Se hermoseaban con rayos luminosos.
Y como aquel que en sus deseos siente
Clavado el aguijón, y que trepida,
Entre callar y hablar osadamente,
Estaba yo, cuando la más lucida
De aquellas perlas, hacia mí se vino,
De colmar mis deseos complacida.
Y dentro oí: —«Si vieses, cual yo atino,
La caridad que entre nosotros arde,
Tus ideas hallaran su camino.
Y á fin de que la espera no retarde
Tu alto fin, voy á darte la respuesta,
Ya que tu pensamiento se resguarde,
El monte, que á Cassin tiene en su cuesta,
En los antiguos tiempos, tuvo encima,
Idolátrica gente mal dispuesta.
Yo fui el primero que llevé á su cima,
La palabra de Aquel que trajo al mundo
La sagrada Verdad, que nos sublima;
Y su germen en mí fue tan fecundo,
Que retraje á los pueblos circundantes
Del culto impío que sedujo al mundo.
Esas otras lumbreras, contemplantes,
Varones fueron, en que ardor primario
Cría flores y frutos consagrantes.
Aquí ves á Romualdo, aquí á Macario;
Y á mis hermanos, que en las obras nuestras,
Almas y cuerpos dieron al santuario.1
—«El afecto —repuse— que demuestras
Al hablarme, y la plácida semblanza,
Cuya bondad veo en las luces vuestras,
Han dilatado tanto mi confianza,
Como el sol a la rosa, cuando abierta
Se expande cuanto en sí su fuerza alcanza;
Y así, te pido ¡oh padre! que revierta
Tu luz su gracia, y que me digas pío
Si puedo ver tu imagen descubierta.
Y él: —«Colmados, hermano, á tu albedrío
Tus deseos serán en la alta esfera
Donde se exauden los demás, y el mío.
En su perfecta madurez, se entera
Cada esperanza; y sólo allí inmutable
gravita donde siempre fuera,
Que entre polos no está, ni es confinable;
Y nuestra escala hasta su altura abarca
Lo que á tu vista penetrar no es dable:
Hasta la grada que su altura marca,
Cuando cargada de ángeles se viera,
Sólo la vio Jacob, el gran Patriarca.
Mas hoy, para subir esta escalera
Nadie el pie mueve en tierra, y la Orden mía,
Vive abajo, en las Cartas que vulnera.
El muro que los claustros circuía,
Hoy es caverna, y son los capuchones
Sacos llenos de harina de avería.
Mas la usura, no tantas maldiciones
De Dios merece, cuando el torpe fruto
Que trastorna del fraile las pasiones.
De la Iglesia la ofrenda, es el tributo
Debido á pobre grey, que pan demanda,
No á parientes, ni empleo disoluto,
Es la carne mortal por sí tan blanda,
Que allá, no basta buen comenzamiento,
Pues al nacer la encina no da glanda.
Pedro empezó sin oro y sin argento;
Y yo, con oraciones, con ayunos;
y Francisco fue humilde en su convento.
Si ora ves el principio de cada uno,
En su regla, verás que en su carrera,
Lo que era blanco convirtióse en bruno.
»Dios, en verdad, mayor milagro hiciera,
Al torcer el Jordán y el mar secando,
Que el socorro que aquí prestar pudiera.
Así la luz me dijo, retornando
Al colegio de luces, que reunido,
Se alzó a los cielos cual turbión, volando.
Y de mi dulce guía, en pos traído,
A una señal, me hizo subir la escala,
Por su virtud mi natural vencido.
Ni el subir y bajar en tierra iguala
A mi ascensión en vuelo acelerado,
Como si el aire me llevara en su ala.
Así pueda, ¡oh lector! al triunfo ansiado,
Tornar, cual pido en mi continuo ruego
En contrición llorando mi pecado,
Como es verdad —que cual tu dedo al fuego
Pronto acercas y esquivas—, dentro al signo
Que sigue á Tauro me encontré yo luego.
Astros gloriosos que el poder divino
Impregnó de virtud, yo reconozco
Que mi ingenio cual sea está en tu signo.
Con vosotros nació, celóse vosco,
El padre universal de toda vida,
Cuando sentí al nacer el aire Tosco.
Después, por alta gracia concedida
En la alta esfera que girando os lleva,
Vuestra región me lleva en la subida.2
Mi alma á vosotros con amor se eleva,
Por el premio alcanzar de la virtud,
En este trance de difícil prueba.
—«Próximo estás de la final salud
—Clamó Beatriz—, y debe tu mirada
Ver claro con intensa plenitud.
Antes de ir á región más encumbrada,
Mira hacia abajo, y mira cuanto mundo
Dejé á tus pies, en rápida jornada,
Para que ofrezcas corazón jocundo
A las legiones de almas, que triunfantes
Ledas vienen, del cielo en lo rotundo.
Yo, por las siete esferas circundantes,
Giré la vista, y contemplé este globo,
Y sonreí ante su vil semblante.
Y así este juicio tengo por seguro,
Que á quien menos lo estima, y en más piensa
Puede llamarse ciertamente puro.
La hija vi de Latona en luz intensa,
Sin sombra, que de lejos entrevista,
Antes creí, que fuese rara y densa.
Y de tu hijo él fulgor, sufrió mi vista,
¡0h Hiperión! y moviéndose en su esfera
A Venus y á Mercurio mi ojo avista
Y aparecióme Jove, que atempera
A su padre y á su hijo, claro viendo,
La variación que marca su carrera 3
Y los siete planetas vi luciendo,
Cuan grandes son, y cuánto son veloces,
En sus distancias su girar midiendo
En los Gemelos, con su eterno vuelo,
Vi la pequeña Tierra, que entre enojos
Miran los hombres, y miré su suelo,
Y alcé mis ojos á los bellos ojos
Notas:
Para contactar con la revista El Arka dirigirse a la siguiente dirección:
revista@elarka.es
Editorial ---> Utopías ---> Arte ---> Literatura --> Humor --> Juegos --> Umbral --> Viajes --> Símbolos-->
© El Arka: revista de Artes y Letras,2010.